El gorrión
Este gorrión
que se ha posado en mi ventana,
más que un ser natural
es una verdad poética.
Todo lo atesta:
su voz,
sus movimientos,
sus costumbres,
el gusto
con que agita las alas
en el polvo-
cierto, lo hace
para espulgarse
pero el alivio que siente
lo impulsa
a piar con vehemencia:
algo
más cerca de la música
que de otra cosa.
Donde esté
al comenzar la primavera,
callejuela
o palacio,
prosigue
imperturbable
sus amoríos.
Empieza en el huevo,
el sexo es su genio:
¿hay presunción
más inútil,
mayor engreimiento
de nosotros mismos?
Algo que nos lleva,
casi siempre, a despeñarnos.
Ah, ni el gallipollo ni el cuervo
con sus voces desafiantes
sobrepasan
su piar
insistente.
Una vez
en El Paso,
hacia el anochecer,
vi (oí)
a diez mil gorriones.
Venían del desierto
a dormir.
Llenaron los árboles
de un parquecito.
Los humanos,
los oídos zumbándoles,
huyeron
bajo la lluvia de deyecciones.
Les dejaron libre el terreno
a los lagartos que viven en la fuente.
Su imagen
no es menos familiar
que la del aristocrático
unicornio -lástima
que haya menos acémilas
que coman avena:
eso le facilitaba la vida.
No importa:
su breve tamaño,
sus ojos aguzados,
su pico eficaz
y su truculencia
garantizan su supervivencia
-para no hablar
de su prole
innumerable.
Hasta
los japoneses lo conocen
y lo han pintado
con simpatía,
con profunda intuición
de sus más nimias
características.
Nada
menos sutil
que sus galanteos.
Se agacha
ante la hembra,
arrastra las alas,
valsa,
echa atrás la cabeza
y, al fin,
pega un alarido.
El impacto es terrible.
Su manera de limpiarse el pico
haciéndolo sonar
contra una tabla
es contundente.
Como todo
lo que hace.
Sus cejas cobrizas
le dan ese aire
de ser siempre
el ganador
-y sin embargo
yo vi, una vez,
a una de sus hembras,
perchada con determinación
en el borde
de un caño de agua,
cogerlo
por la coronilla de plumas
(para que no chillara)
trabarlo,
colgado de las calles,
hasta
que lo remachó.
Y todo eso
¿para qué?
Ella se mecía,
intrigada por su hazaña
ella misma.
Me reí con ganas.
Práctico hasta el fin,
lo que triunfó
al cabo
fue el poema
de su existencia:
un cepillo de plumas
aplastado en el pavimento,
las alas simétricamente
desplegadas, como en vuelo,
deshecha la cabeza,
el negro escudo de armas del pecho
indescifrable:
la efigie de un gorrión,
ya sólo seca oblea,
dejada ahí para decir
-y lo dice
sin ofensa,
hermosamente:
Ése fui yo,
un gorrión.
Hice lo que pude,
adiós.
que se ha posado en mi ventana,
más que un ser natural
es una verdad poética.
Todo lo atesta:
su voz,
sus movimientos,
sus costumbres,
el gusto
con que agita las alas
en el polvo-
cierto, lo hace
para espulgarse
pero el alivio que siente
lo impulsa
a piar con vehemencia:
algo
más cerca de la música
que de otra cosa.
Donde esté
al comenzar la primavera,
callejuela
o palacio,
prosigue
imperturbable
sus amoríos.
Empieza en el huevo,
el sexo es su genio:
¿hay presunción
más inútil,
mayor engreimiento
de nosotros mismos?
Algo que nos lleva,
casi siempre, a despeñarnos.
Ah, ni el gallipollo ni el cuervo
con sus voces desafiantes
sobrepasan
su piar
insistente.
Una vez
en El Paso,
hacia el anochecer,
vi (oí)
a diez mil gorriones.
Venían del desierto
a dormir.
Llenaron los árboles
de un parquecito.
Los humanos,
los oídos zumbándoles,
huyeron
bajo la lluvia de deyecciones.
Les dejaron libre el terreno
a los lagartos que viven en la fuente.
Su imagen
no es menos familiar
que la del aristocrático
unicornio -lástima
que haya menos acémilas
que coman avena:
eso le facilitaba la vida.
No importa:
su breve tamaño,
sus ojos aguzados,
su pico eficaz
y su truculencia
garantizan su supervivencia
-para no hablar
de su prole
innumerable.
Hasta
los japoneses lo conocen
y lo han pintado
con simpatía,
con profunda intuición
de sus más nimias
características.
Nada
menos sutil
que sus galanteos.
Se agacha
ante la hembra,
arrastra las alas,
valsa,
echa atrás la cabeza
y, al fin,
pega un alarido.
El impacto es terrible.
Su manera de limpiarse el pico
haciéndolo sonar
contra una tabla
es contundente.
Como todo
lo que hace.
Sus cejas cobrizas
le dan ese aire
de ser siempre
el ganador
-y sin embargo
yo vi, una vez,
a una de sus hembras,
perchada con determinación
en el borde
de un caño de agua,
cogerlo
por la coronilla de plumas
(para que no chillara)
trabarlo,
colgado de las calles,
hasta
que lo remachó.
Y todo eso
¿para qué?
Ella se mecía,
intrigada por su hazaña
ella misma.
Me reí con ganas.
Práctico hasta el fin,
lo que triunfó
al cabo
fue el poema
de su existencia:
un cepillo de plumas
aplastado en el pavimento,
las alas simétricamente
desplegadas, como en vuelo,
deshecha la cabeza,
el negro escudo de armas del pecho
indescifrable:
la efigie de un gorrión,
ya sólo seca oblea,
dejada ahí para decir
-y lo dice
sin ofensa,
hermosamente:
Ése fui yo,
un gorrión.
Hice lo que pude,
adiós.